“El mapa invisible de la pobreza: cuando el Perú crece sin su gente”
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Álvaro Chávez Tori
Por décadas, los tecnócratas del Perú han celebrado las cifras del PBI como si fueran credenciales morales. Cada punto de crecimiento se anunciaba con fuegos artificiales, como si eso significara automáticamente menos pobreza. Pero el reciente informe del INEI sobre la evolución de la pobreza monetaria entre 2015 y 2024 es una bomba de realidad: el país ha recuperado la macroeconomía, pero ha perdido a su gente en el camino.
La cifra más escandalosa no es el 29 % de pobreza nacional, ni el 13 % de pobreza extrema. Es que, cinco años después del estallido de la pandemia, los niveles de gasto per cápita siguen siendo menores a los del 2019. Dicho en términos simples: los peruanos están más pobres hoy que antes del virus, aunque las cifras fiscales sonrían y los bonos de inversión fluyan. La Costa —donde se concentra la actividad comercial e industrial— perdió 13,5 % de su poder de gasto, y Lima Metropolitana —el supuesto centro de la prosperidad— cayó un brutal 17,2 %.
Pero el mapa real de la pobreza no está en Lima, ni en el MEF. Está en Cajamarca, Loreto, Huánuco, Pasco, Puno. Departamentos con más del 39 % de su población en situación de pobreza. Décadas de abandono estructural, infraestructura que nunca llegó, y un Estado que aparece solo para cobrar impuestos o desplegar policías. Esos son los territorios donde se incuban el resentimiento, el desencanto democrático, y la migración desesperada.
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Peor aún: la pobreza en el Perú tiene rostro, edad, lengua y género. Casi el 20 % de los pobres son quechuahablantes, aimaras o amazónicos. Más del 70 % de los hogares pobres tienen menores de edad. Las mujeres lideran más hogares pobres que antes, pero con menor acceso a ingresos. Y solo el 13,8 % de los pobres logra alcanzar educación superior. El círculo vicioso se perpetúa con brutal eficacia.
Entonces, ¿cuál es el crimen silencioso aquí? Que seguimos aplicando políticas como si el Perú fuera una unidad homogénea. Como si Ica y Puno compartieran las mismas reglas del juego. Como si una línea de pobreza monetaria bastara para entender la miseria multidimensional. Y como si un bono ocasional resolviera décadas de informalidad estructural.
La clase política seguirá hablando de “reactivación” mientras las estadísticas demuestran que lo único que se ha reactivado es la exclusión. Ya no basta con medir la pobreza. Hay que señalar a los responsables de su persistencia: gobiernos ausentes, tecnócratas sin calle, empresarios sin empatía y una sociedad civil capturada por discursos cómodos. La pobreza no es un accidente, es el producto de decisiones políticas repetidas.
Es hora de dejar de mirar los promedios nacionales y empezar a gobernar desde las desigualdades. Porque mientras el Perú se aplaude a sí mismo en los foros internacionales, hay millones que han dejado de esperar y han empezado a huir: a Lima, a la selva, o fuera del país. El verdadero éxodo no es venezolano, es peruano, silencioso, estructural. Y ocurre a plena luz del día.
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