Peter Anders: Defensa de la libertad

Uno de los planteamientos más recurrentes de la izquierda peruana en los últimos años, y especialmente durante el actual proceso electoral, es el cambio total de la actual Constitución Política. Siguiendo este comportamiento, la agrupación Perú Libre, que disputará la segunda vuelta con el Partido Fuerza Popular, ha reafirmado esta postura a través de sus voceros más radicales.

 

Una de las razones que argumentan es que el actual modelo económico allí establecido, no ha permitido mejorar la calidad de vida de todos los peruanos.

 

Ante esta afirmación cabe preguntarse si un cambio como el que se plantea, a través de una Asamblea Constituyente de dudosa legalidad, es realmente urgente en medio de la actual crisis sanitaria y económica en que nos ha sumido la pandemia del coronavirus, la cual hasta la fecha ha provocado la muerte de un promedio diario de 400 personas y ha dejado a por lo menos dos millones 188 mil desempleados. Esto sin contar los miles de empresas quebradas y las familias que han vuelto a caer en la pobreza y la pobreza extrema.

 

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Lo siguiente es determinar si realmente la Constitución vigente es la causa de que no haya un crecimiento equitativo y no se ejecuten las obras que la gente necesita, o si por el contrario el origen son autoridades y funcionarios incapaces e ineficientes, o lo que es peor, muchas veces corruptos.

 

Lo que debe entenderse es que una Constitución no es una fórmula mágica en la que se enumere una serie de elementos que, combinados, resuelven o desaparecen de la noche a la mañana todos los problemas.

 

Por el contrario, lo que hace una Constitución es compendiar principios generales para alcanzar metas de desarrollo y bienestar común, garantizando la democracia y por ende el pleno ejercicio de libertades y derechos como los de la salud, el trabajo, la educación, el acceso a una justicia imparcial, la expresión del pensamiento, a invertir y a hacer empresa, entre otros, dentro de un marco de predictibilidad y estabilidad que garanticen una convivencia civilizada.

 

Esto no significa que la Constitución no sea susceptible de ser mejorada o actualizada en el tiempo, para estar a tono, por ejemplo, con las nuevas tecnologías que presentan una nueva realidad muy distinta a la de no hace mucho.

 

Pero es la propia Constitución la que establece los mecanismos para su reformulación, permitiendo ejercer un control del poder político y el respeto y participación de todas las corrientes de opinión legítimamente representadas dentro de una coexistencia democrática, de modo que los cambios que se hagan no sean fruto de la imposición de algunos “iluminados” o “notables”.

 

Repito: si hoy nuestro país, sobre todo a causa de la pandemia mundial, no cuenta con servicios básicos que permitan la defensa de la vida y la salud de millones de peruanos, no es por culpa de la Constitución, sino por causa de un Estado fallido que, pese a sucesivos gobiernos, no ha podido hacer buen uso de todos los recursos que el marco constitucional vigente desde hace 30 años, permitió generar.

 

Abolir la actual Constitución no va a solucionar los graves problemas de nuestro país. Solo ahondará más la crisis porque sumará a lo anterior una profunda inestabilidad política y social, además de desconfianza.

 

Además, agudizará los enfrentamientos entre peruanos pues como han anunciado los líderes y congresistas electos de Perú Libre, la nueva Constitución que pretenden sería producto de un golpe de Estado que perpetrarían -de darse el caso- a los seis meses de haber asumido el gobierno. Es decir que para ellos la democracia no es más que un medio para destruir a la propia democracia.

 

Que no quepa duda que este “nuevo orden” constitucional -tal como ha ocurrido en países como Cuba, Venezuela, Nicaragua o Bolivia- les permitiría imponer una pseudo legitimidad a través de la cual se mantendrían en el poder, en una “dictadura perfecta” basada en falsos asambleísmos donde se coacte todas las libertades, permitiéndoles imponer su pensamiento único para intervenir y decidir sobre nuestras vidas, diciéndonos qué hacer, a dónde viajar, qué leer, qué ver en la televisión, dónde invertir, dónde trabajar, qué producir y hasta dónde y cómo educar a nuestros hijos.

 

Gran parte de esa visión distorsionada proviene de la falta de institucionalidad que nos caracteriza como país, de nuestra democracia imperfecta donde algunos sectores que se auto erigen como “reserva moral”, no aceptan opiniones diferentes a las suyas ni entienden que el otro tiene derecho a pensar distinto o discrepar.

 

Hoy vivimos las consecuencias de este correctismo político que nos ha llevado a enfrentar a quienes se creen con derecho de obligar a los demás a pensar como ellos. No debemos permitirlo. No vamos a permitirlo.