La gran ilusión accionaria
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Álvaro Chávez Tori
A propósito de las recientes medidas arancelarias anunciadas por Donald Trump —que han desatado una nueva ola de volatilidad en la bolsa de valores estadounidense— vuelve a surgir la pregunta: ¿quiénes realmente ganan y quiénes pierden cuando tiemblan los mercados?
Durante décadas, los mercados de capitales han sido presentados como símbolo de modernidad y desarrollo. Se repite que invertir en acciones es una forma democrática de participar del crecimiento económico, casi como abrir una cuenta de ahorros. Pero detrás de esa narrativa optimista se esconde una realidad muy distinta: la enorme concentración de beneficios financieros en manos de unos pocos.
En Estados Unidos, según la encuesta de Gallup de 2023, el 61 % de los adultos afirma tener algún tipo de inversión en acciones, ya sea de manera directa o mediante fondos de pensiones. Pero cuando se analiza la profundidad de esa participación, los datos del Survey of Consumer Finances de la Reserva Federal (2022) revelan que el 10 % más rico del país posee el 89 % del valor total de las acciones. Por el contrario, la mitad más pobre de la población apenas controla el 0,6 % del mercado accionario, como también destaca el Economic Policy Institute en su estudio The New Gilded Age (2019).
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La brecha se acentúa aún más cuando se enfoca a la población económicamente activa, ya que de los 167 millones de trabajadores estadounidenses (según el Bureau of Labor Statistics, 2023), solo entre 20 y 25 millones tienen inversiones bursátiles de valor relevante. Y apenas un pequeño grupo —estimado entre 3 y 5 millones— puede vivir “sin trabajar”, sustentado exclusivamente por sus rendimientos financieros. Es decir, menos del 2 % de quienes participan en la economía real dependen del capital financiero como fuente principal de ingresos.
Además, el 90 % de los dividendos bursátiles se concentran en el 20 % más rico de la población. Solo el 1 % más privilegiado recibe más ingresos por rentas de capital que por su trabajo. Mientras tanto, el trabajador promedio gana unos US$ 58 000 al año (BLS, 2023), sin acceso real a ingresos pasivos o dividendos significativos.
Esta no es solo una historia estadounidense. En América Latina se reproduce el discurso de “democratización del capital”, pero desde una estructura aún más desigual. En el Perú, por ejemplo, menos del 1 % de la población invierte directamente en acciones, según datos de la Superintendencia del Mercado de Valores (2023). La capitalización bursátil representa apenas el 35 % del PBI, muy lejos del 150 % que alcanza Estados Unidos (World Bank, 2022). Y aunque los fondos de pensiones invierten activamente en los mercados bursátiles, los pensionistas no tienen control ni acceso directo sobre esas inversiones, como evidencia el informe Pensions at a Glance de la OCDE (2023).
El “relato” de que todos pueden ser inversionistas ha calado hondo, pero no resiste el contraste con los hechos. El mercado de capitales es útil, sí. Es necesario, también. Pero no es inclusivo por defecto. Requiere políticas activas de redistribución, regulación inteligente y acceso real para las mayorías. De lo contrario, se corre el riesgo de seguir vendiendo una ilusión: que el mercado pertenece a todos, cuando en realidad sigue siendo propiedad de unos pocos.
Porque, aunque sí existen personas —muchas, en efecto— que viven de la rentabilidad de sus inversiones, la gran mayoría de ciudadanos en el mundo debe buscar su camino a través del trabajo real: ya sea mediante un empleo formal, un emprendimiento propio, o algún tipo de inversión directa en la economía productiva. Ese es el lugar en el que se encuentra la inmensa mayoría. En contraste, hay una minoría que ha acumulado suficientes activos bursátiles como para vivir de los retornos de capital. Son realidades muy diferentes, y pretender que son iguales, o intercambiables, es una peligrosa distorsión de lo que realmente mueve las economías.
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