El siglo XX no ha terminado en el Perú; y el siglo XXI aun no ha comenzado para todos
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Álvaro Chávez Tori
Hay momentos en los que la historia no avanza. Simplemente gira en círculos. El Perú de hoy se parece peligrosamente al mundo de hace un siglo: crisis económica, polarización política, desconfianza generalizada, élites decadentes y una juventud sin horizonte. Como en los años 20 del siglo pasado, el sistema tambalea, las promesas se vacían, y el pueblo queda atrapado en una pelea de poder entre quienes ya no representan a nadie.
El modelo de gobierno se ha vuelto una jaula: burocrático, corrupto, sordo, capturado por mafias y tecnócratas sin calle. Los que dicen defender al pueblo lo usan. Los que dicen garantizar estabilidad solo protegen sus negocios. ¿Y el resultado? Más violencia, más deserción escolar, más hospitales colapsados, más ciudades que se caen a pedazos. Un Estado que no cuida, no cura, no educa y no construye. Un país donde las regiones solo existen para ser saqueadas.
Pero el verdadero fracaso está en lo más simple: el Perú no garantiza las condiciones básicas para vivir con dignidad.
No hay paz cuando millones viven con miedo a ser asaltados, extorsionados o asesinados. Solo entre enero y agosto de 2024, se reportaron más de 14 mil casos de extorsión en el Perú. Eso equivale a 59 denuncias cada día. Y si eso es lo que se denuncia, imagina lo que se calla. La violencia ya no es una excepción: es rutina.
No hay futuro cuando enfermarse es una sentencia de muerte. El 44 % de los peruanos que tuvieron un problema de salud en 2024 buscó atención médica, pero casi un tercio de los hospitales no tenía los medicamentos esenciales. Tener seguro no garantiza tratamiento: el 86 % está afiliado, pero la cobertura real sigue siendo un espejismo. La salud es un derecho en el papel y una ruleta en la práctica.
No hay libertad cuando la educación forma ciudadanos resignados. En los últimos años, hasta el 3,4 % de los estudiantes de secundaria abandonaron el colegio. La principal causa: pobreza. El 43 % dejó de estudiar porque simplemente no podía pagar. Una sociedad que condena al joven pobre a ser obrero del azar no puede hablar de libertad.
No hay desarrollo cuando la infraestructura solo llega hasta donde hay votos o intereses. En muchas regiones, el acceso a servicios básicos como agua, electricidad o caminos asfaltados sigue estancado. Las inversiones se concentran en zonas urbanas mientras la sierra y la selva siguen esperando. En el Perú, el progreso no avanza: se reparte con favoritismo.
Y detrás de todo eso, la cifra más brutal: casi 9,4 millones de peruanos son pobres. Más de 1,8 millones están en pobreza extrema. Y otro tercio de la población vive al borde de la línea, vulnerables a cualquier golpe del sistema. No es crisis: es abandono institucionalizado.
Y sin embargo, hay una verdad que resiste: los peruanos, sin importar ideología, región o clase social, queremos lo mismo.
Queremos vivir en paz, estar sanos, ser competitivos y vivir en un entorno digno.
Queremos seguridad para nuestros hijos, salud para nuestros padres, educación para progresar y un país que funcione, no que estafe.
Por eso, el cambio de ciclo no vendrá de discursos radicales ni de pactos secretos entre las élites. Vendrá de una nueva mayoría silenciosa –invisible hasta hoy– que diga basta, que recupere el sentido común y defienda lo básico.
La calle y la sierra, la costa y la selva, el emprendedor informal y el maestro rural, el soldado y el campesino, todos pueden encontrar en esos cuatro pilares un punto de unión: seguridad, salud, educación, infraestructura.
Ese es el único contrato social que importa.
Y si lo defendemos juntos, podemos romper el ciclo de decadencia y comenzar, por fin, el verdadero siglo XXI en el Perú.